sábado, 27 de julio de 2013

Confieso que he leido

"What's in a name? That which we call a rose
      by any other name would smell as sweet."
                  Romeo and Juliet, William Shakespeare

Cuando era chico, elegir un libro para leer de la biblioteca familiar no era una tarea sencilla. La colección ecléctica de ejemplares con la más amplia variedad de encuadernaciones, colores, tamaños, autores y temas, convertían la búsqueda de “ese” libro para leer, en una aventura de descubrimiento.

Las bibliotecas de casa, tenían algunas colecciones encuadernadas en cuero de Rusia y hojas tipo biblia con los extremos de las hojas doradas o plateadas y llamaba la atención mirar estos libros, tanto por la cubierta como por los destellos que reflejaban las hojas mientras estaban cerrados. Pero también estaban esos otros, muchos, libros muy humildes encuadernados en tapa blanda, algunos tantas veces leídos que estaban en una condición casi ruinosa. Entre estos últimos, estaba la colección completa de novelas policiales del séptimo círculo y numerosos libros de la editorial Losada que tenían cubre tapas de varios colores, según la colección a la que perteneciera, aunque la mayoría eran grises. También había unos libritos, algunos bastante deteriorados (eran muy viejos, de cuando mi papa era chico), de la colección Mas Allá que me gustaban porque tenían muchos cuentos cortos de ciencia ficción. Éstos, junto con las revistas Planeta y algunas Planète eran aquellos que hojeaba y leía con mayor frecuencia.

A los libros finos, les tenía bastante respeto y no los manipulaba mucho, con excepción de unos pocos, como el de las obras completas de García Lorca que me gustaba leerlo para memorizar los poemas, varios de los cuales aún hoy recuerdo. Otro libro fino que me llamaba la atención era uno bastante gordo en francés acerca de la revolución francesa. Lo interesante de ese libro era la cantidad de grabados que tenía sobre distintos momentos de la revolución, tales como la toma de la bastilla, las defenestraciones y la infame guillotina. Me valía de un diccionario para leer los epígrafes y algunos fragmentos.

Recuerdo también ese libro pequeño de tapa dura editado por el fondo de cultura económica “Cibernética y sociedad” de Norbert Wiener que me llevó a afirmar que de grande iba a ser un “cibernético”, algo no tan alejado de mi realidad profesional actual. O también los tomos de “La Doctrina Secreta” que, como el título invocaba, estaban llenos de términos y símbolos misteriosos.

El recorrido al azar y la ocasional hojeada de los volúmenes me había permitido conocer el terreno bastante bien y desarrollar un método de selección de lo grosero a lo sutil como indicaban los preceptos alquimistas, de los que también había libros, o de afuera hacia adentro. Comenzando por la tapa, continuando por el título y finalmente espiando el contenido. Había un libro perteneciente a la clase de los parias, los desamparados, esos libros de tapa blanda que soportaban estoicamente los embates de la lectura despreocupada, que hasta entonces había ignorado completamente. Además de la cubierta poco llamativa, el título era ambivalente, la mitad prometía la posibilidad de muchas historias, las que pueden tener lugar en el curso de cien años, pero la otra mitad le otorgaba el sello de desolación y abandono, de soledad.

Sin embargo, recuerdo haber leído el primer párrafo: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y caña brava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos.” Y recuerdo que continué leyendo renglón tras renglón y párrafo tras párrafo la sucesión de páginas del libro con el único intervalo de la cena y el sueño. Al día siguiente terminé de leerlo y en ese lapso había compartido “Cien Años de Soledad” con los Buendía. El dicho popular advierte “Nunca juzgues a un libro por su portada” a lo que podría agregar tampoco lo juzgues por su título. O, como señala Shakespeare, aquello a lo que llamamos Rosa conservará sus cualidades sin importar el nombre que le pongamos.

Sergio F. Otaño

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